domingo, 14 de octubre de 2007

Bastille


Ël observó a su mujer que atravesaba la calle. Usaba el abrigo rojo que había prometido cada temporada que iba a botar y que continuaba manteniendo en el armario año tras año. Hacía lo mismo con todas las cosas y fue exactamente eso lo que lo cautivó cuando se conocieron.
La misma ropa usada una y otra vez, la misma pila de “rouge” de labios que no tocó jamás, esa canción que toda la vida tarareó mientras cocinaba… eran parte de una vida en la que se había transformado en un extranjero y que pensaba abandonar entre el plato principal y el postre.
Se daba cuenta de lo extraño y lógico que era el lugar que había elegido para terminar con ella. Fue allí mismo donde se dio cuenta por primera vez que no la amaba más.
Cuando se puso a sonreír estuvo a punto de gritar: “Voy a terminar contigo, para de reír”, pero se contentó con ofrecerle un poco de su kir. Si algo le desagradaba de su mujer era que no pedía nunca aperitivo ni postre, pero se comía el de él casi entero. Y lo peor de todo era que siempre terminaba pidiendo lo que a ella le gustaba. “Ya ni sé si de verdad me gustan los profiteroles” pensaba con un aire grave.
Cuando ella se puso a llorar como nunca la había visto llorar antes, la primera cosa en la que pensó fue que sabía que la dejaría por Marie-Christine, la azafata apasionada que amaba desde hacía un año y medio.
“Listo”, pensaba él, “Ya lo sabe, lo sabe desde hace mucho tiempo, debí suponerlo”
Y mientras lloraba sacó unos papeles de su cartera y se los pasó a él. En una terminología médica lo papeles describían una leucemia en fase terminal. El motivo del encuentro desapareció de su cabeza y una extraña voz metálica comenzaba a decirle: “¡Tienes que ponerte a la altura de las circunstancias!”.
Y lo estubo. Pidió para llevar tres porciones profiteroles y le envió un mensaje te texto a su amante. Le brindó a su mujer todas las atenciones que ella podía reclamar. Colgar cuadros, cambiar de lugar las cosas de la casa, acompañarla al cine en la “matinné” a ver sus sus películas preferidas, ir a las liquidaciones con ella aún cuando detestaba comprar, leer en voz alta “Sputnik Sweetheart” de Murakami . Y todo, incluso las cosas más insignificantes tomaba otro sabor después de que supo que podría ser la última vez que podría hacerlo para ella.
A fuerza de comportarse como un hombre enamorado se convirtió de nuevo en un hombre enamorado. Y cuando ella murió en sus brazos, cayó en un coma emocional del que no salió nunca más. Incluso hoy día, años después, su corazón se paraliza cada vez que ve a una mujer llevando un abrigo rojo.



1 comentario:

Paula M. dijo...

me gustó el cuento, pero no me gusta el tema... alargar una relación por motivos q no sean amor es lo peor :(
saludos tía!